Nada con un enemigo en común para unir a un pueblo. Los enemigos cambian con el tiempo, el efecto es el mismo.
Un enemigo en común nos hace fácil distinguir entre los “buenos” y los “malos” y nos permite identificar al chivo expiatorio de turno para culparlo de todos nuestros males. El siglo pasado, tuvimos de enemigos a los comunistas, y después los reemplazamos por terroristas. Recientemente incluimos a los periodistas y a los medios de prensa, particularmente cuando comparten noticias que no queremos escuchar.
El enemigo no siempre
tiene que ser una persona, los fenómenos naturales, como  terremotos y
huracanes, también califican. El enemigo puede estar representado por
poblaciones enteras, siempre cuando sean de otra nacionalidad, género,
cultura o raza, como por ejemplo los rusos, que fueron malos y después buenos y
vuelta a ser malos años después. También usamos de chivo expiatorio a
los inmigrantes latinos y a los musulmanes. 
Desde diciembre del año
pasado, el enemigo común es el COVID -19. La pandemia nos dio
temporalmente la ilusión de que estamos todos unidos,  en el mismo bote,
luchando contra un enemigo en común.
Pero lo cierto es
que el COVID-19 ni nos une ni nos empareja.  Por el
contrario, la pandemia ha puesto en evidencia grandes desigualdades
preexistentes  que no veíamos ni queríamos ver. El coronavirus fue como
una  lupa que agrandó cada detalle, abrió grietas y aumentó
desigualdades en la sociedad.
La pandemia no es igual
para quienes siguen trabajando y recibiendo un sueldo, que para quienes
 perdieron su trabajo y no pueden pagar la renta. No es igual estar en cuarentena en un suburbio de
California, que en un barrio de New York,  que en un centro de detención.
 No es igual quedarse en casa, cuando tienes piscina y aire acondicionado
que cuando compartes un cuarto con toda tu familia, no tienes  servicio de
internet, o siquiera agua para lavarte las manos.
Mientras unos se quejan
porque están aburridos y no pueden ir a la playa, otros no tienen que comer.
Como ocurrió con otros
enemigos, la pandemia también pasará. Algún día les hablaremos a nuestros
nietos sobre el coronavirus, descubriremos detalles que no conocíamos en
los libros de historia y
veremos incontables películas y series de televisión.
Lo que no pasarán son las
diferencias que el COVID-19 amplificó, las grietas abiertas que, una vez
vistas, no podemos –o no deberíamos- dejar de ver.
A  medida que se
reabra la economía y volvamos a la “nueva normalidad” no deberíamos olvidar que
los viejos paradigmas a los que estamos acostumbrados ya no pueden
sostenerse.  A  medida que la cuarentena global se convierta en
una anécdota más, no podemos volver a los viejos patrones que resultaron
en las desigualdades que se hicieron
evidentes durante la pandemia.
No tenemos que volver a
la vieja rutina. No tenemos que aceptar paradigmas caducos que ya no
tienen cabida en un mundo “Post-Coronavirus”.
El “aburrimiento” de la
cuarentena es el momento perfecto para evaluar si es esta la sociedad en la que
queremos vivir; descubrir qué cambios podemos introducir  y decidir a qué
estamos dispuestos a renunciar.
¿Cómo construimos un
mundo mejor?
 





 



 
 
 
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