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| Foto: Peggy_Marco/Pixabay | 
“El Partido te dijo que rechaces la evidencia de tus ojos y oídos. Esta fue su final y más esencial orden” - George Orwell, 1984.
Vir Gaglianone
August 2022
Esta
semana, los republicanos decidieron “castigar” con sus votos, o mejor dicho, con
la falta de estos, a #LizCheney, una de las candidatas en las elecciones
primarias republicanas del 16 de agosto pasado. Cheney, quien ha sido
representante de Wyoming desde 2017, y ha ocupado una de las posiciones de
liderazgo más altas del partido conservador “osó” oponerse a Donald Trump cuando
votó, años atrás, a favor del juicio político del expresidente, y
recientemente, al presidir las audiencias de la fallida insurrección del 6 de
enero pasado. Como resultado de haber alzado la voz y cuestionado las acciones
de Trump, los seguidores del exmandatario iniciaron una campaña en su contra, y
apoyaron a su contrincante. 
Pero
lo anecdótico de los resultados arrasadores de esta semana no fue el hecho de que
Cheney haya perdido las elecciones, sino el recordatorio de la poderosa
influencia que los partidos políticos ejercen sobre sus miembros, miembros que
tan solo unos años atrás habían votado a Cheney con amplia mayoría.
Cada día, millones de personas repiten y defienden
ciegamente lo que su partido o grupo social les dice que deben apoyar o
condenar, renunciando así a su capacidad de discernimiento. Esto no es algo
nuevo ni exclusivo de los partidos políticos, pero se amplifica aún más a
través de las redes sociales, que actúan como cámaras de eco, influyendo y reforzando
nuestras opiniones.
Liberales o conservadores, feministas o machistas,
izquierda o derecha, pro-vida o pro-choice.
Desde siempre, los seres humanos buscamos
identificarnos y pertenecer a un grupo. Buscamos nuestra “tribu”, o grupo de
personas con quienes poder identificarnos y ser nosotros mismos, sin temor a
que nos rechacen. En algunos casos nos unen gustos en común, ideas políticas, nacionalidades
o estilos de vida. En otros, nos une el rechazo que sentimos por ciertas
personas o ideologías. Es nosotros contra ellos. Nada como un enemigo en común
para sentirnos más unidos y parte de un mismo grupo.
Así me siento a veces cuando decido participar en alguna
discusión de Twitter o Facebook. Inmediatamente se forman dos bandos que se
atacan e insultan entre ellos. Es demócratas contra republicanos, pro-vida
contra pro-choice, pro-armas contra pro-regulación, No hay término medio. O
estás con ellos o estás con nosotros. 
Y sin embargo, muchos de nosotros quedamos en el
medio.
¿Por qué no puedo ser de un partido y de vez en
cuando estar de acuerdo con propuestas del partido opuesto sin que me lluevan
tuits y comentarios de odio de ambos lados? ¿Por qué no puedo ser una aliada de
la comunidad LGBTQ y al mismo tiempo gustarme un comediante o una escritora
determinada? ¿Por qué no puedo ser una inmigrante-latina-feminista y al mismo
tiempo creer que la palabra “LatinX” es ridícula, sin que me acusen de machista?
El respetar el coraje de Liz Cheney que se animó a
“desentonar” con su partido no me hace necesariamente republicana.  El no usar pronombres a medida, o memorizar los
pronombres de todas las personas con quienes me cruzo cada día, no me hace
intolerante. El negarme a reemplazar vocales, o cualquier otra letra al final
de las palabras, con una “x”, no me hace menos feminista. ¿Por qué tenemos que
aceptar el paquete entero de ideologías? ¿Por qué siempre tiene que ser un
bando contra otro?
Si les preguntaran a muchos de los republicanos
que esta semana votaron en contra de Cheney, si están o no a favor de los
golpes de estado dirían inmediatamente que no. Y sin embargo, esta semana votaron
en contra de la única mujer de su partido que tuvo el coraje de desentonar con el
resto y condenar la fallida insurrección.
En las redes siempre hay dos bandos. Los
demócratas adjudican todas las desgracias a los republicanos y viceversa, como
si no existiesen conservadores que están a favor del control de armas y del
aborto, o liberales que están a favor de las armas o sean pro-vida. No siempre tiene
que ser un bando contra otro. De vez en cuando podemos buscar los que nos une en
lugar de lo que nos polariza, animarnos a disentir, aunque sea con miembros de
nuestro mismo grupo.
“El dueño de tal tienda dijo algo que me ofendió: no
compremos más allí”. “Tal actriz dijo exactamente lo opuesto a lo que creo: cancelemos
su película”.
 No se puede
ir por la vida boicoteando a cada persona que tenga una diferente perspectiva
de la nuestra. El enemigo de mi amigo no siempre tiene que ser mi enemigo, a
menos que personalmente así yo lo decida, no porque un grupo de personas me lo
indique. En nombre de la lealtad a un grupo determinado, renunciamos a nuestro
derecho de cuestionarnos, elegir y opinar por nosotros mismos. Nos callamos,
nos autoeditamos, nos hacemos más intolerantes.
 Es entonces
cuando la tribu, o el partido político se convierte en un culto.
La polarización siempre llega de la mano de la
intolerancia. No es necesario, o siquiera posible, estar de acuerdo en todo
para identificarnos con un grupo en particular. Y con esto no estoy diciendo
que sea fácil aceptar que no todos ven las cosas del mismo modo que nosotros,
pero no podemos pretender que se respeten nuestras ideas, si no aprendemos a
respetar y tolerar las ideas de los demás. Si verdaderamente estamos a favor de
la diversidad, la tolerancia y el respeto por las ideas y creencias, tanto
propias como de otros, tenemos que animarnos a disentir y empezar a pensar por
nosotros mismos. 




 



 
 
 
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