En 2005, CBS realizó una encuesta sobre el movimiento de la mujer entre 1,150 adultos (https://www.cbsnews.com/news/poll-womens-movement-worthwhile/) y, entre otras cosas, les preguntó si se consideraban feministas. Cuando, previo a la pregunta, los encuestadores compartieron la definición de feminista como alguien que cree en la igualdad social, económica y política de los sexos, un 65% de las mujeres y un 58% de los hombres dijeron ser feministas. Cuando en cambio simplemente les preguntaron a los participantes si eran feministas, sin darles una definición previa, sólo un 24% de las mujeres y un 14% de los hombres dijeron serlo.
Es como si para algunos,
“feminismo” fuese una mala palabra, un insulto.
Feminismo, en su raíz, es el
concepto de que todos los seres humanos, independientemente del sexo y género,
se merecen los mismos derechos y el mismo acceso a todo tipo de oportunidades.
Tan simple como eso. Es incomprensible que en el siglo XXI haya quienes aún se
oponen a tal premisa.
Hay quienes aseguran que
están a favor de la igualdad de derechos, pero que no son feministas, sin darse
cuenta de que ese es la idea básica del movimiento.  También hay quienes niegan ser feministas
porque dicen que prefieren trabajar en su casa, cuidar a sus hijos y dedicarse
a su familia, en lugar de trabajar fuera del hogar, sin darse cuenta de que el
feminismo es precisamente eso, el derecho de las mujeres a decidir sobre sus
propias vidas, sin ser presionadas o juzgadas por ello. 
Nadie niega que existan
diferencias entre sexos, pero dichas diferencias no deberían ser la razón por
la cual los derechos de un grupo en particular no sean respetados. Según el
feminismo de género, las diferencias psicológicas entre sexos no son un
resultado de la evolución y adaptación a las circunstancias, sino que están
basadas en los roles construidos por la sociedad en la que vivimos. 
Las feministas no odiamos a
los hombres, no somos “locas-resentidas-gordas-histéricas-feas-neuróticas”, ni
mucho menos “feminazis”. Simplemente reclamamos, entre otras cosas, que nos
paguen igual que a nuestros compañeros hombres que hacen  el mismo trabajo, nos oponemos al acoso
sexual, y soñamos que nuestras hijas, sobrinas o nietas pueden gozar de
derechos que nuestras abuelas ni siquiera pudieron imaginar,  que tengan las mismas oportunidades y que
sean tratadas con el mismo respeto con el que la sociedad trata a nuestros
hijos varones. 
El feminismo no es una mala
palabra, y si lo es para algunos, cabría preguntarles si es que no creen que
todos los seres humanos nos merecemos el mismo respeto, derechos y
oportunidades.
Por eso, cada vez que
alguien me pregunta si soy feminista, sin siquiera pensarlo  respondo “Sí, feminista, y a mucha honra.
Como mujer, como madre, como amiga, me sería imposible no serlo”.





 



 
 
 
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